Internet, olvídame por favor

¿Debería Internet permitirnos ocultar nuestro pasado incómodo?

Internet no olvida. Ésa es una de las máximas relacionadas con la red. Todo lo que pongas permanecerá ahí, latente, dispuesto a reaparecer. Está el temor constante de que las fotografías de esa noche de locura en la universidad afecten tu carrera profesional; de que esa entrada de blog que escribiste hace años surja de la oscuridad y de algún modo, sea contraproducente.

Los personajes públicos padecen mucho por esto. El político que prometió algo en campaña y nunca lo cumplió; la celebridad que hizo un comentario desatinado, que la persigue sin descanso; el futbolista que juró amor eterno a un equipo y cuyas palabras se tornan contra él cuando cambia de colores. Sí, la web es nuestra fuente principal de reclamos —para bien y para mal— porque su memoria no se agota: lo que ahí llega, rara vez desaparece.

¿Es necesario que Internet recuerde todo lo que publicamos en ese espacio? ¿Qué pasa si cometimos un error en el pasado por el que no queremos atormentarnos después? ¿Qué tal si estuvimos involucrados en un incidente desafortunado y sus consecuencias alteran el curso de nuestra vida? ¿Por qué todo debe estar escrito con tinta indeleble, grabado en roca, sin oportunidad de escapatoria? ¿Deberíamos tener derecho al olvido? Aunque suene justo y tentador, quizá no sea la mejor de las ideas.

El derecho al olvido se basa en la idea de poder borrar el contenido incómodo sobre nosotros en la red
El derecho al olvido se basa en la idea de poder borrar el contenido incómodo sobre nosotros en la red

¿Borrón y cuenta nueva?

En la Unión Europea el debate en torno al derecho al olvido ha cobrado fuerza en años recientes. En 2009, Marc Carrillo, catedrático de Derecho de la Universidad Pompeu Fabra en España, señaló en el diario El País, que no es posible borrar de la red aquello que haya sido de interés público en un momento determinado (por ejemplo un delito), aunque en la actualidad ya no lo sea. Carillo indica que, de eliminarse esa información, se estaría incurriendo en una falsedad.

Es decir, si en algún momento se publicó en un diario la nota, ésta debería seguir disponible en línea. Como antecedente, existe el caso del cirujano plástico Hugo Daniel Gudotti. Al hacer una búsqueda en Google con su nombre, uno de los primeros resultados que aparece es el artículo El riesgo de ser esbelta, publicado por el diario El País en octubre de 1991. El texto habla de una operación defectuosa llevada a cabo por Gudotti y la posterior demanda de la afectada por 500 millones de pesetas (hoy, €3 millones EUR).

El médico Hugo Daniel Gudotti solicitó a Google que deje de indexar una nota sobre un caso de negligencia ocurrido en 1991 por daño a su prestigio

Guidotti solicitó que el artículo dejara de aparecer porque significaba un daño a su prestigio. El caso fue presentado ante los tribunales, con una exigencia a Google para que eliminara la página bajo el argumento de que “ya había sido publicada en impreso”. Google se declaró en contra de suprimir el contenido, por lo que el caso (junto con otros 5) llegó en 2011 al Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

El caso se torna más complejo debido a que no está en disputa la certeza de la noticia (Guidotti cometió negligencia en la operación), sino el derecho de un ser humano a solicitar que se retire información personal, sin importar su naturaleza. La duda es cuál sería el alcance de esta medida. Richard Thomas, excomisionado de privacidad de datos de Reino Unido, indica que hay una diferencia considerable entre retirar datos que el mismo usuario proporcionó (como en una red social) a pedir que se suprima la relacionada con un crimen, o incluso, con un acontecimiento embarazoso del pasado. ¿Qué criterio emplear para medir los matices?

El tiempo (no) lo olvida todo

En el ojo del huracán se encuentra Google, pues se trata de la instancia a la que se exigiría dejar de indexar las páginas imputadas ante el Tribunal. Esa es una cuestión importante: la petición de los afectados no es que se borre su pasado, sino que no se pueda acceder fácilmente a él en línea. Es decir, Guidotti no le pide al diario El País que elimine la nota sobre la operación; basta con que Google no la incluya en su buscador para que (técnicamente) desaparezca.

Las peticiones a Google pretenden que, si el contenido no puede ser eliminado, al menos sea ilocalizable
Las peticiones a Google pretenden que, si el contenido no puede ser eliminado, al menos sea ilocalizable

La lectura es crucial porque habla del poder que tienen los buscadores. No aparecer en Google es casi equivalente a no estar en Internet. De este modo, no se transgrediría el principio que explica Carrillo (suprimir información que en su momento fue de índole pública), pero sí se estaría accediendo a la petición del afectado. Así todos estarían contentos, ¿o no?

La principal promotora de estas denuncias es la Agencia Española de Protección de Datos, instancia que busca la atención de Google en cuanto a las solicitudes de borrado. Para dicho organismo, el problema no es que esta información aparezca en Internet, sino que su naturaleza sea imperecedera: "No se trata de suprimir una noticia del mundo real o del virtual. El derecho al olvido se refiere al efecto multiplicador de Google y los motores de búsqueda”, explicó el director de la AEPD, Artemi Rallo.

Los defensores del derecho al olvido sostienen que la información en Internet debería caducar, al estilo de la memoria humana

La mayoría de los ejemplos surgió a partir de que los diarios empezaron a digitalizar su hemeroteca. Eso ha hecho que cuestiones como multas, sanciones o acusaciones judiciales alcancen la red, se propaguen y sean accesibles. Así, al buscar el nombre de una persona en Google, aparecen esas referencias. Lo que la AEPD sostiene es que carece de sentido tener información personal de hace 20 o 30 años cuya naturaleza ya es caduca; por ejemplo, de alguien que cometió un crimen, pero después fue absuelto.

El olvido y la niebla

Peter Fleischer, del Consejo Global sobre Privacidad de Google, publicó en 2011 en su blog personal, un artículo titulado Pensamientos nublados sobre el Derecho al olvido (Foggy thinking about theRight to Oblivion). En él explica que la privacidad está siendo utilizada como una justificación de la censura. La privacidad —señala el consejero— depende de la secrecía: de mantener algo oculto, escondido o restringido. Por tanto, en un mundo tan conectado, donde el paradigma apunta a descubrir y compartir información, es factible que el concepto se convierta en un arma de doble filo.

Fleischer explica que la difamación y la calumnia han sido los pretextos predilectos de la censura (uno que, por ejemplo, ha sido utilizado por los legisladores en México). Sin embargo, para que estos mecanismos funcionen, la información debe presumirse falsa; ser una mentira que afecte a otro. Con la privacidad, el discurso cambia: sólo es necesario demostrar que los datos son impertinentes, es decir, que alteran la imagen pública de un tercero, aún si son ciertos (como en el caso de Guidotti).

El autor sostiene que hay una diferencia sustancial entre borrar algo de un sitio y eliminarlo de Internet. El caso que expone es el siguiente: imagina que subes una foto vergonzosa a Facebook y, horas después, te arrepientes. La eliminas y listo. No hay problema, el servicio te permite hacerlo. Pero, ¿qué pasa si durante el tiempo que tu imagen estuvo en línea, alguien la copió y la pegó en su muro? Imagina ahora que intentas contactar a quien la publicó, pero te es imposible. Acudes al servicio. ¿Cómo debería reaccionar la plataforma (Facebook, en este ejemplo) a tu petición?

No sólo se trata de resolver qué derecho importa más (la privacidad o la libertad de expresión), sino de quién se encargaría de solucionar el conflicto

Lo que Fleischer plantea es un escenario tangible y real. Quieres bajar esa imagen de Internet, pero el servicio no puede hacerlo sin el consentimiento de la otra persona. ¿Qué derecho impera: la privacidad o la libertad de expresión? Suena como un dilema importante, ¿no? Más problemático es definir quién se encarga de solucionar el conflicto. ¿El servicio? ¿Una instancia legal?

El debate termina cuando todo se remite a la caducidad. Pero que la información se elimine cada determinado tiempo (¿cuánto?, ¿5 años, 10?) atrae pocos beneficios prácticos. A partir de la comparación de Fleischer, la idea de la autoexpiración del contenido “es tan sensible como incendiar una biblioteca.” Sí, podríamos programar que los datos se eliminen automáticamente, pero olvidamos un punto importante: la copia. Todo puede ser tan simple como copiar ese contenido y colocarlo en otro lugar.

Sí, una facción importante de quienes defienden el derecho al olvido apela más a que sea enterrado (es decir, que no sea fácil de hallar) a que sea eliminado por completo. Para otros, el fin sí es borrar ese contenido de forma permanente del mundo digital (aunque permanezca en el físico). Entonces, estamos ante un problema ético: ¿quién decide qué debe ser recordado y qué no? Como diría Fleischer, el camino hacia el olvido está rodeado de niebla.

Europa da la razón a Google

En marzo de 2013, el caso del español Mario Costeja González reavivó la discusión pública sobre el derecho al olvido en Europa. El hecho salió a luz después de que el diario La Vanguardia digitalizara su hemeroteca. La demanda del afectado —emitida en 2010 y llevada por la AEPD— solicita a Google que deje de indexar un viejo anuncio sobre una subasta de bienes embargados, ocurrida hace 15 años.

La demanda del español Mario Costeja reavivó el debate del derecho al olvido en Europa. El fallo favoreció a Google
La demanda del español Mario Costeja reavivó el debate del derecho al olvido en Europa. El fallo favoreció a Google

Costeja aclara que su intención no es coartar la libertad de expresión, sino que “haya derecho a quitar de Internet algo de tu pasado que, pese a estar resuelto, te persigue.” El demandante cita como ejemplo a un presidiario que cumplió su condena, “pero en Google la conserva de por vida.” También lo ilustra con las personas que perdieron su casa debido a la crisis en España: “han perdido su casa, su dignidad y encima con Google van a aparecer como morosos toda la vida.”

El 25 de junio de 2013, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea desestimó a la Agencia Española de Protección de Datos y concedió la razón a Google. Pero el caso no termina ahí: la decisión del tribunal (si bien no es vinculante), hará que las peticiones se dirijan directamente a las fuentes. Paloma Llaneza, abogada de tecnología de información, explicó que serán los sitios (en el caso de Costeja, el diario La Vanguardia) quienes deben atender las solicitudes.

Sin embargo, la abogada reconoce que los medios están protegidos por la libertad de expresión, aunque reclama que muchos de ellos se niegan a hacer no indexables contenidos “claramente incompletos, obsoletos, innecesariamente denigratorios o incluso erróneos [...] Si los antecedentes penales se borran y no son universalmente accesibles, no se entiende que se someta a pena de buscador a tanta gente”, sostiene Llaneza.

El derecho al olvido tiene como fundamento el interés particular, pretende enterrar la historia

Por otro lado, para Carmenchu Buganza, directora del Máster en Propiedad Intelectual y Sociedad de la Información de ESADE, el derecho al olvido está planteado como “el deseo de una persona de impedir el acceso a los internautas a determinada información porque le perjudica. Lo que pretende es enterrar la historia. Que se oculte y se obscurezca un hecho, sin ninguna otra justificación que su anhelo personal.”

Así, la intención del derecho al olvido se confronta con la libertad de expresión y el acceso a la información. Buganza señala que las consideraciones del tribunal europeo toman a la tecnología como algo neutral, ya que no se debe exigir responsabilidad por una acción automática del buscador. En todo acaso, la respuesta está en otro lado, como darle predominancia al contenido actual sobre el pasado, sin necesidad de borrarlo.

El costo de borrar el pasado es muy alto, pues el interés de un particular puede coartar la libertad de expresión de otro
El costo de borrar el pasado es muy alto, pues el interés de un particular puede coartar la libertad de expresión de otro

El recuerdo no peca, pero incomoda

Los defensores del derecho al olvido no han quedado contentos con la decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. “Es como luchar contra Dios”, fueron las palabras Mario Costeja después de conocer el primer fallo. Aunque la decisión final se tomará hasta finales de año, la tendencia es clara. A menos que surja algo extraordinario, la demanda no pasará.

Ha imperado la razón sobre la conveniencia. Parece muy cómodo darle la razón al derecho al olvido. ¿Quién no quiere que sus pecados permanezcan ocultos? Pero, como indicó Fleischer, es un tema que puede contravenir a otros aspectos, desde la neutralidad (como dotar a empresas de la capacidad de borrar contenidos) hasta la libertad de expresión. Los costos serían muy altos para una solución que es impráctica y, en el peor de los casos, obedece más al interés particular que a la transparencia.

Google ejemplifica con el caso de las poblaciones que han sufrido tragedias. Algunas no generan más datos (o simplemente, la noticia fue impactante) y los datos que muestra el buscador remiten siempre a esa memoria. ¿Debería ese lugar mantener el estigma con el paso de los años? No suena como algo justo, pero tampoco es una decisión que deba tomar Google u otro buscador. “Reconocemos que a veces [lo que se muestra] es una información perjudicial, pero no difamatoria”, indicó María González, responsable legal de Google en España. Tiene razón.

La idea de borrar lo que nos disgusta de nuestro pasado es tentadora, pero eso no la hace correcta. Lo cierto es que hay una responsabilidad en quienes generan la información y quienes la difunden, pero pasa por la veracidad. No es erróneo solicitar que se elimine un dato inexacto, falso o difamatorio (en tanto se demuestre su falsedad). Pero si es sólo por incomodidad, no se está promoviendo el derecho al olvido, sino el olvido de los derechos de otros; algo que definitivamente, es muy diferente.

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