Tecnología

El futuro de la humanidad, cuando seamos ciborgs interestelares

Lo primero que hago al despertar es tomar el teléfono. En la centésima de segundo que al aparato le toma reconocer mi huella dactilar, mi cerebro procesa los números en la pantalla y los convierte en información útil: son las 7:30 de la mañana, no tan temprano como para volverme a dormir, pero sí lo suficiente como para desayunar con calma. Reviso mi correo, mis mensajes, mis notificaciones, los likes que recibí en Instagram, Facebook y Twitter. Cinco minutos después me sirvo la primera taza de café del día, que mi esposa prepara antes de irse al trabajo. Por suerte para mí trabajo en casa, usando una computadora, lo que me permite cierta flexibilidad.

Llevo un par de semanas desayunando manzanas, en parte porque son frescas y me ayudan a rehidratar el agua que pierdo durante las noches calientes del verano en Monterrey, y también porque me dan energía; también porque no quiero invertir demasiado tiempo en desayunar. No es que tenga prisa, pero la sensación de que “tengo muchas cosas que hacer” nunca se va, incluso si en verdad no tengo tantas cosas que hacer. Trato de no darle importancia, al menos no hasta que haya terminado la primera taza de café: es un trato que hice conmigo mismo hace bastante tiempo y que me da cierta tranquilidad mental.

Nos gusta pensar que por ser seres multitarea cambiará nuestra fisiología, cuando la realidad es que la automatización tecnológica reducirá esa absurda necesidad que tenemos de hacer todo a la vez
Nos gusta pensar que por ser seres multitarea cambiará nuestra fisiología, cuando la realidad es que la automatización tecnológica reducirá esa absurda necesidad que tenemos de hacer todo a la vez

Con los primeros sorbos del café empiezo a sentir cómo me transformo de una especie de autómata de carne, a un ser pensante y lleno de ideas. Me siento en la sala, tomo el teléfono y me conecto a Internet. Yo, mi cerebro, mis neuronas, nos conectamos a Internet. En los primeros cinco minutos tengo una idea general del estado del mundo esta mañana. Cinco minutos más y ya estoy enterado de todo lo que hay que saber antes de comenzar el día. Para cuando termino mi segunda taza del delicioso brebaje amargo suelo estar listo para trabajar, una vez que mi posición en el mundo ha quedado definida y puedo pensar en lo que quiero comunicar a los demás.

Hace varios años que trabajo así. Y a veces siento que es la única manera, o la mejor manera, de trabajar para mí. Con frecuencia olvido que antes existían modos distintos de vivir, que no siempre tuve un smartphone, ni una tablet, ni una computadora con acceso a Internet o, siquiera, que Internet no siempre fue como lo es ahora. Tampoco suelo pensar en que algún día todo va a cambiar.

Nuestro estilo de vida ha existido por menos del 0.001% de la historia humana. Pese a que ahora nos parezca imposible vivir sin Internet, teléfonos y computadoras, nuestra especie lo hizo bastante bien hasta hace apenas una generación. Y, como este genial video de Kurzgesagt – In a Nutshell nos explica, no somos muy superiores a nuestros ancestros, ni a nuestros padres o abuelos ni a los primeros homo sapiens, sino más bien nos hemos adaptado de una manera casi ideal a nuestra época.

¿Pero qué hay del futuro de nuestra especie?

Cuando pensamos en cómo será el futuro de nuestra especie nos gusta imaginar que nos transformaremos físicamente en algo muy distinto. La idea de la evolución darwiniana, muchas veces errada, que tenemos en nuestro imaginario alimenta nuestras fantasías. Creemos que nos adaptaremos según nuestras tendencias de uso de tecnología, cuando la realidad biológica y evolutiva no funciona del todo así. En realidad no hemos cambiado mucho físicamente desde que surgimos como especie y, desde que la idea darwinista de la superioridad absoluta del homo sapiens sapiens se ha ido resquebrajando, las representaciones de nuestros ancestros y de otras especies humanas ha cambiado.

La creencia popular es que así como evolucionamos de los primates, nuestros descendientes de los próximos 10,000 años cambiarán hacia formas extravagantes, incluida la de criaturas grises y de ojos grandes (similares a los alienígenas del imaginario colectivo)
La creencia popular es que así como evolucionamos de los primates, nuestros descendientes de los próximos 10,000 años cambiarán hacia formas extravagantes, incluida la de criaturas grises y de ojos grandes (similares a los alienígenas del imaginario colectivo)

Gracias a las tecnologías forenses más contemporáneas hemos podido reimaginar a las otras especies humanas con las que compartimos nuestro pasado e historia ya no como chimpancés erectos, sino como personas más parecidas a nosotros de lo que creemos. Y si tomamos en cuenta que tenemos ADN de las otras especies con las que llegamos a convivir, primordialmente de neandertales, resulta más coherente que hubiera más similitudes entre nuestros ancestros y otras especies humanas, que diferencias. Esto nos permite suponer que, al menos durante un par de millones de años más, no nos desviaremos mucho de nuestra morfología actual.

Peter Ward, antropólogo de la Universidad de Washington en Seattle, cree que es hora de alejarnos del mito de que nos convertiremos en pequeños hombrecillos grises sin meñiques y con enormes cabezas para albergar nuestros cerebros gigantescos.

Desde un punto de vista meramente biológico, nuestra cabeza no puede crecer mucho más. Nuestro cerebro ya es tan grande al nacer que el parto es difícil y peligroso. Si nuestra cabeza siguiera creciendo sería imposible nacer sin causar la muerte materna y los mecanismos de evolución simplemente se encargarían de descartar ese camino. En todo caso, si nuestro cerebro seguirá evolucionando, será en densidad neuronal, en aumentar los pliegues del neocórtex. Como prueba de la factibilidad de esto, la ballena azul es el animal con el cerebro más grande del planeta, pero su neocórtex es mucho menos complejo, mucho menos denso y con menos pliegues que el de las orcas, quienes ocupan el mayor grado de inteligencia y complejidad cultural entre los cetáceos.

En cuanto al meñique no hay ninguna razón para perderlo. Aunque algunos crean que es inútil en comparación con el pulgar o el índice, nuestra mano es un apéndice sumamente complejo y que trabaja en armonía. Los dedos que tenemos son necesarios para que nuestra mano posea la delicadeza y destreza de movimiento de los que es capaz. Y por ahora sigue siendo una de las piezas de ingeniería más asombrosas que nos ha dado la naturaleza, al grado de que replicar su funcionalidad ha sido bastante difícil aún con todos los avances de la robótica.

Ward ejemplifica en esto en su libro Future Evolution con cómo los caballos perdieron sus dedos hasta tener uno solo, envuelto con un casco. En el caso específico de los caballos, tener un solo dedo resultó lo más eficientes para su estilo de locomoción. Para los seres humanos no hay razón alguna para que desaparezca el meñique. Y en cuanto a los pies, los dedos también son muy eficientes para nuestro estilo de locomoción. La manera en la que el pie se mueve en conjunto con las piernas, la cadera y la columna vertebral, no sería posible si tuviéramos una sola articulación al final del pie. Y esa es una muy buena razón no sólo para tener cinco dedos en cada extremidad, sino para la gran cantidad de huesos y tendones altamente especializados que tenemos en manos y pies.

Otra idea popular que Ward cree que debería irse es la de que nuestra tecnología nos hará inútiles. Mientras que resulta una idea productiva para la ciencia ficción, la realidad es que la tecnología, en su sentido más amplio, no sólo nos ha hecho cada vez más exitosos como civilización, sino que ha impulsado el desarrollo de nuestras aptitudes (tanto físicas como mentales) desde el comienzo de las eras. Desarrollar nueva tecnología es una actividad intelectual muy compleja, desde las primeras hachas de piedra hasta nuestros actuales robots y naves espaciales autónomas.

Como humanos, siempre hemos dependido de nuestra tecnología. Nos hemos transformado a la vez que la transformamos. Y hemos transformado nuestro entorno con ella, para bien o para mal. Quizá el problema es que tenemos esta tendencia a pensar que nuestra tecnología es “artificial”, que no es “natural”, cuando lo que es natural para nuestra especie es crear tecnología que nos ayuda a transformar nuestro entorno. Yo me preguntaría por qué decimos que una ciudad no es “natural”, pero no pensamos lo mismo cuando vemos una colonia de termitas que se erige cuatro o cinco metros sobre la tierra. Para crear una colonia de ese tipo las termitas excavan la tierra, la reacomodan, hacen ingeniería. ¿Qué hace que nuestras ciudades sean tan diferentes?

Cambios invisibles: o de nuestro sistema inmunológico

Pero la evolución no es un proceso lineal, ni tampoco ocurre sólo a nivel individual. La evolución es un proceso constante, que ocurre tanto en el día a día como a través de los siglos y milenios. Si bien es probable que no cambiará mucho nuestro aspecto, al menos no de manera natural, debemos recordar que nuestro cuerpo está formado por billones de pequeños seres vivos trabajando en conjunto. Y no sólo estamos formados de células humanas.

Nuestro cuerpo es en sí mismo un ecosistema. Aparte de todas las células especializadas que se originan durante el desarrollo embrionario para formar todos nuestros órganos, estamos llenos de bacterias y otros microorganismos. La flora intestinal, sin la cual no podríamos digerir ni un solo alimento, es una selva de organismos no-humanos con los que tenemos una estrecha relación simbiótica. La adquirimos de nuestro medio ambiente, en contacto con él, a lo largo de nuestra vida. Cuando viajamos y comemos en un lugar donde las cepas de E. coli son distintas a las nuestras, por ejemplo, nos enfermamos. Como nuestro cuerpo no está capacitado para mantener a raya las bacterias foráneas, estas se reproducen sin control, causando una invasión. Es lo que comúnmente se denomina “diarrea del viajero”.

Antes del siguiente paso de evolución necesitamos resolver alguas batallas que tenemos con la naturaleza, como la posibilidad de una pandemia
Antes del siguiente paso de evolución necesitamos resolver alguas batallas que tenemos con la naturaleza, como la posibilidad de una pandemia

Pero una vez que nuestro cuerpo genera los anticuerpos necesarios, la invasión de la nueva cepa de E. coli es reducida y podemos contar con esa variante de la bacteria en nuestro intestino para ayudarnos a digerir. Eventualmente, si uno viaja de manera constante entre dos lugares, uno deja de enfermarse. Y aunque nos puede parecer extraño tener a estas bacterias en nuestro intestino y quizá la primera reacción sea ir a comprar antibióticos a la farmacia, recordemos que sin E. coli no sólo no seríamos capaces de digerir correctamente casi nada de lo que comemos, pues es la bacteria más numerosa de la flora intestinal, sino que también sufriríamos una grave deficiencia de vitaminas B y K.

Si tomamos en cuenta que la evolución ocurre más rápido en escala microscópica que macroscópica, entonces podemos imaginar que nuestra flora intestinal no sólo evoluciona constantemente y a lo largo de nuestra vida, sino que nuestro sistema inmune lo hace también. Conforme cambia el mundo y surgen nuevas enfermedades, nuevos virus y bacterias infecciosas, también evoluciona nuestro sistema inmune.

Tomemos en cuenta que los microorganismos que llamamos “enfermedades” son seres vivos adaptándose a un medio cambiante. Al desarrollar medicamentos cada vez más poderosos los virus y bacterias, así como hongos, parásitos y demás, se han visto en la necesidad de adaptarse, volviéndose cada vez más resistentes. Se cree que dentro de un par de décadas todos los microorganismos patógenos (es decir, que causan enfermedades) serán inmunes a los antibióticos, pues hemos abusado tanto de ellos que se ha vuelto general la exposición. Si nuestro sistema inmunológico no evoluciona para resistir estas nuevas enfermedades, más fuertes y resistentes, moriremos.

Es posible que en el futuro veamos pandemias terribles, que acaben con cantidades grandes de la población. Durante otras pandemias de este tipo, como la peste o la gripe española, evolucionaremos anticuerpos para combatir estos males. O nos extinguiremos en el proceso.

La evolución en nuestras manos

La pregunta en torno a qué nos depara el futuro no se podría satisfacer sólo desde una perspectiva biológica. Sí, la evolución es un hecho y ocurre todos los días, pero, ¿qué hay de nuestros propios esfuerzos por transformarnos? Nick Bostrom, de The Future of Humanity Institute de la Universidad de Oxford, cree que eventualmente la madre naturaleza no podrá competir con nosotros en cuanto a transformación genética.

Para Bostrom, la evolución natural es demasiado lenta y toma demasiado tiempo. Nuestros avances tecnológicos, sobre todo en los campos de genética, clonación, robótica, inteligencia artificial y nanotecnología, tomarán el control de la evolución artificial, haciendo irrelevante el modelo darwiniano de “la supervivencia de los más fuertes”.

Podríamos, con nuestra tendencia a pensar como guionistas de ciencia ficción, asumir que la posibilidad de transformarnos genéticamente sólo será posible para una élite que pueda pagar los costos estratosféricos de la evolución asistida. En ese escenario, unos cuantos súperhumanos gobernarían a los demás, que serían vistos como primitivos y tontos. Es el mismo escenario en el que sólo algunos poseen inteligencia artificial avanzada para controlar a muchos. La razón por la que Bostrom cree que esto no sucedería es que sería más redituable venderle a todo el mundo la capacidad de aumentar sus genes, de mejorar su descendencia.

Quizá la comparación es algo frívola, pero pensemos en lo democratizado que está el smartphone en esta época. Para quienes tenemos acceso a la mejor tecnología, ya sea porque tenemos la capacidad de pagar los costos más elevados de un teléfono de gama alta o porque ahorramos meses para conseguirla, nuestra experiencia es más brillante, más fluida, más agradable quizá. Pero para quien no puede pagar eso, hay opciones. Muchísimas. Cualquier persona puede tener acceso a un dispositivo móvil y, aunque la experiencia no será exactamente la misma, cualquiera puede acceder a los beneficios de la experiencia del Internet móvil. Lo mismo sucederá con dispositivos del futuro, sean mallas neuronales o, en este caso, ingeniería genética.

Los estratos de recursos más bajos podrán acceder a un par de rasgos que puedan optimizar de su código genético para asegurarse de tener la mejor descendencia posible, con más capacidades y aptitudes (en teoría) para el mundo del futuro. Los más caudalosos podrán modificar aún más las posibilidades de su descendencia. Y aunque esto puede mantener hasta cierto punto la existencia de clases sociales mejor equipadas versus otras no tanto, no sería una diferencia tan grande como las hay ahora, en la que el dinero y la posición social juegan un rol fundamental para decidir el futuro de una persona, ya sea porque tuvo una calidad de vida mejor o más oportunidades sólo por nacer en una clase social privilegiada.

Con el tiempo, cree Bostrom, las diferencias se irán suavizando. Y mientras que la evolución natural no jugará un rol tan importante para diferenciarnos físicamente, la selección artificial de rasgos que consideramos atractivos y de cualidades que consideramos importantes como seres humanos se irá homogeneizando. En ese sentido, Bostrom cree que los humanos del futuro seremos más parecidos entre nosotros, hasta el grado de que la idea de “raza” desaparezca por completo.

Aún nos falta analizar los cambios que podrían ocurrir de manera social. Y aunque esto puede ser aún más difícil de predecir, las tendencias actuales apuntan a que la especialización intelectual será cada vez más profunda. Al menos hasta que consigamos la simbiosis con nuestra tecnología en el sentido más amplio posible.

Socialmente tendemos hacia la creación de ciudades más compactas y densas, en las que las necesidades humanas que nos llevan a agruparnos encuentren una solución óptima. Poco a poco la idea de la megaciudad se vuelve más y más obsoleta, pues el estrés que nos provocan nuestras capitales ciclópeas es tan alto que más y más personas prefieren mudarse a ciudades más pequeñas y modernas, que a los grandes centros culturales y económicos que son las grandes metrópolis.

Actualmente más de la mitad de la población humana vive en ciudades. Y la mayoría vive en las veinte ciudades más grandes del mundo. Por ahora no parece que lugares como Tokio, Nueva York o la Ciudad de México vayan a perder sus cuarenta o treinta millones de habitantes, pero la tendencia es que más personas se mudan a las pequeñas urbes circundantes. ¿Por qué? Simplemente la calidad de vida es mejor: la contaminación es mucho menor, es más fácil ir de un lugar a otro, hay menos tráfico, más áreas verdes, una mayor concentración de servicios y mejores oportunidades de trabajo. En urbes como Tokio o San Francisco la renta es estratosférica y los espacios para vivir son diminutos.

La inmortalidad digital

El cambio más importante, sin embargo, ocurrirá gracias a la inteligencia artificial. Stephen Wolfram, creador de Wolfram Alpha, uno de los buscadores computacionales más avanzados, cree que conforme aprendamos a automatizar todo, se volverá irrelevante lo que ahora consideramos “la condición humana”.

Para Wolfram y muchos otros, como Elon Musk, la simbiosis con nuestras computadoras es algo que va a suceder pronto. Como dice Musk, ya somos ciborgs, limitados sólo por la capacidad de nuestros dispositivos electrónicos y la plataforma con la que accedemos a Internet. Independientemente de si nos transformamos por medio de la ingeniería genética para vivir 200 o 500 años, fusionarnos con nuestras computadoras nos llevará tarde o temprano a la inmortalidad digital.

Una vez que la tecnología exista, seremos capaces de transferir átomo por átomo nuestro cerebro a una computadora. Al transformar nuestra esencia de biológica, a digital, no tendremos más las restricciones que existen con nuestros cuerpos. Una persona digital puede crear una copia mejorada de sí misma y, ésta, a otra. Pese a que puede sonar imposible ahora, es una idea que parece estar en la mira de muchas mentes relevantes de la ciencia.

Para Michio Kaku lo que ahora conocemos como Internet simplemente será el equivalente al teléfono del futuro. Las tecnologías que siguen son muy difíciles de imaginar, pero una vez que logremos superar el uso de energía fósil para cosechar de manera efectiva la energía del sol no tendremos necesidades triviales diferentes. Si en efecto adquirimos la inmortalidad digital, nuestra especie tendría la capacidad de moverse a la velocidad de la luz, de evolucionar a pasos agigantados, como se cree que logrará la inteligencia artificial en la singularidad. Pasaremos de ser una civilización de tipo 0 en la escala Kardashev a una tipo 1. ¿Y de ahí qué?

La civilización tipo 2, según la escala Kardashev, es una inmortal, al menos conforme a lo que conocemos actualmente de las leyes de la física. Una civilización que no puede ser extinguida por medios naturales. Una civilización tipo 2 tiene la capacidad de utilizar toda la energía de su estrella y al hacerlo puede transformarla. Un asteroide en colisión con la tierra podrá ser evaporado sin que llegue a rozar nuestro planeta. Incluso, podríamos mover el planeta de lugar. El sistema solar entero podría convertirse en una nave nodriza gigantesca.

Una civilización tipo 3, en cambio, tendría un conocimiento absoluto sobre todo lo que tenga que ver con energía. En ese sentido, sería capaz de utilizar toda la energía de la galaxia. Para Michio Kaku, una civilización así debe ser galáctica. Mientras una civilización tipo 2 exploraría la galaxia navegando entre estrella y estrella, una tipo 3 ya no tendría esa necesidad, enviaría robots a colonizar todos los planetas en todas las estrellas. Robots que se autoreplicarían en millones, luego en millones de millones y luego en millones de millones de millones, hasta ocupar todo el espacio existente. Cualquier civilización que pase de 0 a 1 entraría en contacto con esta civilización y, quizá, sería asimilada.

Si pensamos que para lograr eso sería necesario ser digitales, o al menos tener cuerpos cibernéticos con la capacidad de conectarse mentalmente a la Nube, todos esos robots serían parte de la misma red neuronal colectiva. Cada uno de esos robots sería tanto un individuo, como la especie en sí misma.

¿Civilización galáctica o extinción?

Puede que, claro, nada de eso suceda. Según Michio Kaku, pasar de civilización 0 a 1 es el evento más difícil para cualquier civilización, pues involucra perder toda multiculturalidad en pos de una sola cultura global. “¿Por qué, si según los números, el universo debería estar lleno de civilizaciones galácticas, no hemos conocida a ninguna, no hemos encontrado rasgos de ninguna?”, se pregunta Kaku.

Él cree que si algún día superamos nuestro estado tribal y exploramos el espacio, encontraremos muchos planetas con atmósferas terriblemente calientes, planetas radioactivos, planetas desérticos. Muchas civilizaciones se extinguirán a sí mismas antes de pasar a tipo 1. ¿Y nosotros? Estamos justo en la frontera, según Michio Kaku. Estamos a 100 o 200 años de pasar a tipo 1 o extinguirnos.

Esta misma premisa ya la hemos escuchado antes. Si no cambiamos nuestras tendencias de contaminación, en 100 o 200 años nuestro planeta será inhóspito y terrible para vivir. Si no superamos nuestra belicosidad, podríamos extinguirnos en una guerra nuclear próxima. Si no evolucionamos nuestra tecnología para parearnos con la inteligencia artificial, en 50 o 100 años no seremos la especie dominante del planeta. Todo parece indicar que ese es el marco de tiempo que tenemos para tomar el control de nuestra especie, de nuestra evolución, desde un punto de vista social. Tenemos un siglo, o dos máximo, para decidir el destino de la humanidad. ¿Qué seremos? ¿Ciborgs digitales inmortales en un hermoso planeta verde, o goblins subterráneos mutados por la radiación nuclear y los vientos solares?

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