Tecnología

¿Somos esclavos de las tendencias?

Debemos recordar para qué usamos la tecnología

El miedo a la tecnología no es nuevo. Es probable que el primer martillo de piedra haya despertado suspicacia, envidia e incomodidad, al amenazar el sencillo estilo de vida sin herramientas de nuestros ancestros. Sabemos que la revolución causada por el control del fuego nos transformó, el eco de esa ruptura se repite cada vez que a Prometeo le picotean los intestinos por habérnoslo legado. También sabemos que muchos antiguos, Sócrates entre ellos, le temían a la escritura: creían que no tener que depender de nuestra memoria para recordar la posición de las estrellas nos haría perder el conocimiento.

La escritura transformó nuestra capacidad de almacenamiento colectivo: nos convirtió en cyborgs. Hemos pasado los siglos optimizando la escritura, desde cuando se trataba de una herramienta al servicio de la elite gobernante hasta hoy, que todo es texto. Primero inventamos el libro. Después reprodujimos el libro. Finalmente, asimilamos al libro. La escritura, hoy, es automática, capaz de aprender, se traduce en imágenes y sonidos para nuestra apreciación estética: está en todas partes. Desde etiquetas en todos los productos hasta en nuestros teléfonos.

Hoy somos capaces de enviar un mensaje a miles de personas al mismo tiempo, con un solo clic. Podemos responder cualquier pregunta en un instante. Podemos ver y escuchar a alguien al otro lado del planeta. Gracias a la escritura, al código, tenemos acceso a toda la información del mundo en todo momento.

¿Eso quiere decir que somos personas libres, que gracias a que tenemos la posibilidad de saber todo en cualquier momento nadie nos dice qué hacer? La realidad no es tan simple. Quizás el miedo de Sócrates no es del todo infundado ni exagerado. En algo tenía razón: para muchos, quizás para la mayoría que se deja llevar por la comodidad de seguir al rebaño, la tecnología no es una herramienta para crecer sino para ocuparse menos de las cosas. Pero eso tampoco tiene por qué ser malo.

Si los antiguos tardaban 20 años aprendiendo un oficio, la posición de las estrellas, la historia del universo y de los dioses, hoy nos toma el mismo tiempo aprender a usar las herramientas para hacer lo mismo que nuestros antepasados. Así como dominar el fuego sólo fue posible para el género Homo, sólo el Homo Sapiens ha dominado el aprendizaje por medio de la escritura. Antes de ella, crear fuego sin que alguien nos lo enseñara significaría una complicada labor intelectual. Pero ahora basta buscar un tutorial en YouTube o incluso leer la página de Wikipedia.

Hoy aprendemos en 20 años el equivalente a 2500 años de matemáticas, desde Pitágoras a nuestro día, así como 6000 de historia y de todas nuestras ciencias. Hemos llegado al momento en que no nos es posible aprender más rápido, pero tampoco es necesario. ¿Nos hace más estúpidos no perfeccionar un solo oficio por medio de la pura práctica y memoria y en lugar de eso depender de computadoras, bases de datos y redes de comunicación, para salir del planeta en naves espaciales?

Quizá sí somos más perezosos, menos hábiles para recordar una basta serie de versos que nos permitan cruzar el Mediterráneo y prever los cambios estacionales, pero prefiero no invertir tanto tiempo en algo que ya optimizamos y dedicarme a explorar las capacidades que me amplifica la tecnología. Sé que como yo hay muchos otros que se interesan por el futuro, que sueñan con lo que seremos cuando nuestro cuerpo de primate terrícola quede atrás: ¿seremos conciencias flotando en el espacio o, incluso, en el Internet?

Pero como en las fábulas de los tiempos de Sócrates y Pitágoras debemos ofrecer una advertencia. O un augurio. No podemos olvidar que al principio son muy pocos quienes tienen acceso a la tecnología. Son pocos quienes distribuyen la información y lo hacen de manera selectiva. Sea escritura o inteligencia artificial, la tradición humana es monopolizar la tecnología antes de que se distribuya con libertad. Para entonces quienes la poseyeron durante tantos años aprendieron a restringirla. Los modelos “para el pequeño consumidor” tienen un fin de control.

Ese puede ser el mecanismo de evolución tecnológica de nuestra especie: alguien lo inventa, uno lo controla y todos lo quieren. Tendemos a endiosar a nuestra tecnología, a construir una iglesia alrededor de las tendencias. Tememos que en el futuro nos implanten una malla neuronal con la que puedan controlar nuestros deseos como si fuéramos agentes dormidos del consumismo esperando a despertar. Pero quizá no será necesario que Google nos provoque una descarga de neurotransmisores que nos hagan pensar en la frescura de una deliciosa Coca-Cola helada. Tal vez lo único que tiene que hacer es sugerirnos una ruta alterna en el camino a casa, por donde pasemos frente a un espectacular y seamos nosotros quienes tomemos la decisión de consumir un refresco helado.

Nos hemos vuelto dependientes, pero no de la tecnología, no de Facebook ni de Google ni de Twitter, sino de las tendencias, de la sugestión. Nunca ha sido necesario que ellos nos controlen, basta crear el deseo de comprar. Ninguna corporación nos obliga a gastar el dinero que no tenemos con su tarjeta de crédito con bajas tasas de intereses y puntos de recompensa. Tenemos la opción de no hacerlo. Mientras elijamos hacerlo somos sus esclavos.

Debemos recordar por qué usamos la tecnología. Por qué la necesitamos. Por qué es parte de nosotros. Mi cuaderno, mi teléfono, mi estufa, mi automóvil, son extensiones que conecto a mi cuerpo para ejecutar distintas tareas con más eficiencia. Nos vendría bien recordar que el pequeño dispositivo de pantalla táctil que cargamos en el bolsillo es en realidad una computadora con más poder de procesamiento que cualquier máquina casera de hace 10 años. Entonces tendremos presente que es una herramienta con posibilidades más amplias que estar en redes sociales todo el tiempo, buscando memes o tomando selfies. Y no es que usar nuestra magia contemporánea, nuestra tecnología, para fines de relajamiento esté mal. Al contrario. Es sólo que a veces se nos olvida que hay más cosas allá afuera.

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